La primer cata de vino.

Qué hacer cuando vamos por primera vez a una cata.


En momentos donde empezamos a tomar vino, se nos ocurrió ir a una cata. Fue la primera vez que lo hicimos y no sabíamos como ir ¿De qué manera nos teníamos que vestir? ¿Qué iba a pasar?

Decidimos comprar una cata (una de estas, que nos daban la opción a elegir); fijamos la fecha y nos pusimos listos.

Opté por un lindo vestido negro de coctel y a mi novio le pedí fuera de traje.  El restaurante era en Polanco y pensamos que la mejor opción era ir más formales, más vestidos.

La cita era a las 19:00 horas y salimos corriendo del trabajo; en México llegar a 5 calles a veces es cuestión de días. Y para colmo, esa tarde había llovido y estaba más complicado ir en tiempo en cualquier lugar. La ciudad se desquicia.

Los tacones casi me matan al caer en un charco que no vi, tropecé; por suerte mi novio me sostuvo y no evité mojarlo.

Pero lo logramos: Eran las 7:00 PM y estábamos esperando en la entrada… ¿Cómo decíamos que estábamos ahí?

A la Hostess le comentamos que íbamos a la cata del Club, nos dejó pasar. Bien dicen que preguntando se llega a Roma y nosotros llegamos al vino.

Nos sentaron y nos dieron agua. Nos la tomamos y 20 minutos después iniciaba la cata. La ciudad estaba atascada y algunas personas tardaron más en llegar. Cuando ya estábamos la mayoría, pudimos iniciar. El problema fue que el agua ya hacía el efecto y mi novio quiso salir al baño justo cuando nos explicaban del vino.

Después nos lo sirvieron. Lo olimos, vimos su color, lo pudimos apreciar.

La verdad fue muy interesante saber de él. De las regiones donde se cosecha, de un mundo general; conocí una palabra nueva: terroir (me decían terruar y por una persona a un lado que me explicó, pude escribirlo). Ya estaba aprendiendo de vinos.

Llegaron unas tapas, para acompañar. Sin pensarlo, con antojo y algo de hambre, se nos ocurrió morderlas. Una persona a lado nos dijo “ese es el maridaje”.

Me sonrojé, pero tampoco podía escupir el bocado. Vi alrededor y las personas estaban muy atentas a la explicación. Este platillo tiene esto, lo hicimos así… Mientras explicaba me imaginaba a mi haciendo algo así de delicioso. ¡Sonaba hasta fácil! (la verdad no lo fue, lo intenté en casa y me rendí ante mi torpeza).

Y ahora si llegó la  gran parte: probamos el vino. Un trago, dos… La sommelier estaba indicando como hacerlo. Bajé la copa. Iba ya a la mitad de la copa y las demás personas estaban con más vino. Sentí un pequeño mareo.

Probamos las tapas, combinamos con el vino. ¿a qué hora cambiaron el vino? Sabía diferente. El maridaje si hace la diferencia. Reí.

Nos ofrecieron otra copa para terminar la tapa que ya no tenía. Esta bien, más vino.

Después llegó el otro vino y otras tapas: se repite el proceso: oler, ver, probar. Sentir las diferencias, conocer el paladar. El vino y su gracia. Más tapas, más vino. Más risa.

De repente mi novio me dijo que guardara la compostura… ¿la qué?

Ese pequeño mareo se había expandido a las manos, a las piernas. Tomé más agua. Esperé un poco más. Sentí menos el vino. Si, ya entendí… Poco a poco, disfrutando lo rico, lo bueno.

Entendí que no era necesario tener los tacones altos ni el vestido de gala, que podía ir y pasar un buen momento, que no ponerse nervioso es más fácil. Que se sube menos el vino. Y lo mejor: que al día siguiente no hay cruda y eso es un mito. Eso es felicidad.

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