Descorchamos, sentimos: vivimos con vino.
La mejor forma de vivir con el vino es evitar el exceso. Perder la compostura y el pensamiento lógico es la peor forma de vivirlo. Ya no lo vamos a poder disfrutar; no lo vamos a recordar.
Dicho esto, iniciamos.
Para el vino vamos a usar todos y cada uno de nuestros sentidos: no sólo los físicos. Va a ser como una cata especial; para nosotros, para sentir.
En este momento vamos a sacar la botella de vino.
Esta opción cuenta si está en el refrigerador tomando frío o la tenemos en la cava lista para abrirse.
La colocamos en la mesa y vemos la etiqueta: leeremos que dice, pensaremos en los viñedos que nos describe, nos antojaremos del maridaje que nos guía, pensaremos en las manos que hicieron el vino.
Después abriremos la botella. Sin prisa pero sin pausa. Sintiendo como entra el descorchador en el corcho, como va saliendo, como gira.
Oleremos el corcho una vez fuera. En caso de que el vino sea de tapa rosca, lo haremos despacio, poco a poco, escuchando el “track” que hace al romper el sello.
Tomaremos una copa: la veremos, sentiremos lo frío del cristal, miraremos a través de ella. Las manos que la hicieron, el proceso que llevó.
Y ahora sí, lo divertido.
Vamos a servir el vino, lo veremos caer. Ahora vamos a oler. ¿Qué nos recuerda? ¿Qué hay en él? ¿Esas son las fresas que mamá limpiaba? ¿Así olía su perfume de esa chica? ¿Ese aroma a cereza, a zarzamora, a flores, a manzana verde, qué me recuerda?
Lo probaremos. Sentiremos los labios en la copa, el choque del vino con la lengua: esa sensación como un primer beso; ese primer bocado de labios que en realidad es un vino.
Lo vamos a degustar: sentiremos el amargo del recuerdo, la acidez de un momento, lo fresco de la memoria, el placer dulce que nos deja en boca.
Y repetiremos cada trago; cada que nos sea posible pensar en ese vino, en ese momento. Ese espacio que ahora sólo va a ser para nosotros.