Cuando la soledad es agradable.
Abrir una botella se ha vuelto un ritual: Tenemos la oportunidad de disfrutar de todo lo que nos gusta dentro de una copa de vino.
Desde el momento en el que la servimos sabemos que nos va a encantar: Conocemos la uva (merlot, garnacha, cabernet sauvignon, shiraz, chardonnay, riesling), nos gusta la temperatura a la que está (como no tenemos muchas veces un enfriador especial, decidimos ponerla en el refrigerador al menos una hora antes).
Preparamos todo. Parece incluso un ritual. Bajamos las copas, peleamos un poco con el corcho (que entre el destapador, que de vuelta, que no se atore, ahora si: ¡sube, corcho, sube!) servimos un poco de vino y otro más, lo probamos y verificamos que es bueno, que esta rico, que la temperatura es la ideal.
En un plato ponemos unas alcaparras, unas aceitunas (negras, verdes, a veces ambas) si tenemos ganas de algo salado. Si queremos algo más fresco agarramos fruta, algo más dulce: puede ser amargo y un buen trozo de chocolate acompaña bien. Panes, mermeladas, quesos ayudan a un plato que de estar vacío ya no se puede mover.
Agarramos otro plato: aquí un dip, un pan arriba y las carnes frías en otro más. ¿Pan árabe y jococque? Pues nos sabe bien y lo completamos con algo de jamón serrano.
O mejor aún, comer de pie en la cocina, sin pensar en nada: ni siquiera queremos limpiar, no hay que recoger. Sólo disfrutamos.
Nos acercamos a un estéreo, a unas bocinas, al celular. No importa donde, pero el punto es tener música: desde algo muy electrónico, salsa, reggae, jazz, al blues; que sea en español, inglés, tal vez francés. Lo que importa es que nos guste como suena, como movemos la cabeza, las manos, los pies. Como el vino le hace compás.
Y así, pasamos toda la tarde, vemos como las luces de la ciudad se prenden, algunas se apagan. La música nos está guiando a disfrutar de cada sorbo de esta copa de vino y queremos tener un poco más.