Es normal que salimos con algún amigo que sabe de vino; peor tantito si nosotros somos el amigo que sabe de vino.
Y los ojos en blanco vienen cuando se nos ocurre iniciar a hablar del vino.
Sí, lo sabemos y no nos importa. Ilustramos la importancia de la copa diaria y para colmo de colmos (de los más grandes), empezamos con la explicación del vino.
“Este vino dice que es de aquí, entonces debe tener estas características; como es uva tal, debe oler así; si se dan cuenta tiene estos colores, aunque la luz del restaurante no es muy buena para catar”.
En una ocasión, en broma, empezamos a hacer la cata: Este vino es un espumante mexicano de Querétaro, con aromas a frutas frescas y un color rosa fuerte, brillante (sí, muchos ya han de saber de cual hablábamos).
De un momento a otro el debate de la seriedad: Que si el vino olía más a rosas que grosella; que si el color era pardo o no; la burbuja era rápida o muy desequilibrada; que no se dice “afrutado” (“¡Ignorante!”, gritó alguien), se dice “frutal”.
Esa noche sólo nos estábamos reuniendo; nada era con un propósito serio… ¡Nada!
Y alguien nos lo recordó: Venimos a chupar y a platicar.
No, la idea no era embriagarnos. Pero si darnos una buena copa de vino y dar una charla amena.
¿Entonces qué (diablos) estábamos peleando que si el vino era izquierdista o derechista?
El vino es para beberlo, no para catarlo. Esa parte de la cata, hay que dejarla para aprender, para momentos formales; para explicarlo.
¿En serio les importan los aromas compotados y la barrica de 6 meses?