El otro día fuimos a comprar vino.
Tenemos la costumbre, una amiga en cuestión y yo, de comprar siempre el mismo vino: es un tempranillo de Ribera del Duero y poco a poco, más por accidente, se convirtió en nuestro favorito.
El sentimentalismo de las mujeres, le dicen. Tal vez los hombres también lo tienen, pero nunca lo hemos preguntado.
El tema es que compramos ese vino porque es el que tomaba de mi papá… Digo tomaba porque si lee esto, no quiero que diga “sabía que te llevabas mi vino”, cuando vivía en territorio paterno.
El punto es: era el vino que buscábamos en un ritual; ella pasaba por mi los jueves a mi trabajo e íbamos a comprar una botella de vino, de Ribera del Duero, Tempranillo 100%, joven, sin barrica… tal vez un poco rudo, pero así nos gustó.
Llegábamos a casa de ella, preparábamos algo de comer: desde una tabla de quesos que sacábamos, casi el panela que le quedaba, a veces el jamón que estaba y agregábamos un poco de miel y especias; tal vez nueces o galletas… o con más tiempo, menos cansancio, un trozo de carne a la parrilla.
Y sin embargo, ese día no estaba nuestro vino.
Creo que desde que nos vio el dependiente lo pensó. Nos iba siguiendo a punto de hablar pero sin decirlo hasta que preguntamos ¿Dónde está nuestro vino, nuestro adorado?
Disculpe usted, señorita, no está.
Patatús instantáneo.
¿Qué, cómo, cuándo? ¿Regresará?
No sabemos.
El drama continúa.
Buscar otra opción; la encontramos, no fue mala, también de la denominación, algo parecido, que incluso nos recomendaron.
Y sin embargo, volvemos a ese romanticismo de mujeres o amigas… ¿no les para qué sienten qué traicionan a su vino?
Y la otra duda… hombres ¿les pasa?