Cuando vamos a algún lugar, compramos un vino, detalles que nos hablan del vino.
Momentos de reflexión.
Es normal que te sientas solo, que te sientas acompañado. El punto en este caso es que sientas: algo. Frío, calor, soledad, amor, dolor. Lo que quieras. Este vino, esta copa no es para tapar eso: no es para exaltar el amor, ni va a tapar la frustración. Sentir, sólo eso. Sé consiente, define lo que tienes; a esta altura de la vida, muchos dirán, saben lo que son. Mentira. Conozco a muchas personas, a varias de distintas edades que no saben sentir, no saben que sienten e incluso no quieren sentir.
Es verdad, tener un corazón pesa mucho, dijo Howl, el mago del Increíble Castillo Vagabundo (Hayao Miyazaki). Pesa y duele. Por eso esta copa de vino.
Primero nos vamos a meter en silencio. No importa si es la fiesta más escandalosa, si es un concierto increíble, si estas solo, si tienes música, los audífonos o el perro ladra. Siente el silencio que tu cuerpo te proporciona.
Siente tus manos, tus oídos, tu piel, tus labios, dientes. Siente.
Y agarra la botella: vino blanco más frio (y tocas la botella, como sientes las manos transmitir al cerebro ese contacto), si es rosado, si es espumoso, un tinto. Y abre la botella.
Escucha ese “¡Plop!” tan quejado de algunos sommeliers. Escucha como las gotas caen a la copa; disfruta los aromas que desprende, el color que en él hay. Escucha lo que quieres. Sentir. Vivir el vino en su máxima expresión.
Y entonces si, degusta. Un trago a limpiar el paladar. Segundo trago; espera, disfruta y transforma. Es esa alegría al pasar el vino, el cariño puedes guardar, la esperanza de que todo esté bien, el amor propio, el que te dan, el que ofreces, el que rechazas. Alégrate. Sonríe, pero a ti, sólo para ti. Un tercer trago de vino. Vive y convive. Bien dicen que no existen los problemas: si no tiene respuesta, si no tiene manera de resolverse, para qué pensarlo tanto.