La queja es la de siempre: no sabes beber vino.
¿Y?
Se preguntó ella. No le importaba que le dijeran eso. ¿Cómo es qué te gusta ese vino?
¡Pues muy mi gusto! Solía responder.
¡Qué mal gusto tienes! Alguno le dijo.
“Sí, pero mío”.
Criticamos a quienes no tienen el mismo gusto que nosotros.
Pensamos que si le agrada un vino y no el que nos dicen que es el mejor, el que cuesta más, el que tiene mayor reconocimiento, el de la revista, el del blog, el del crítico, está en un error.
Entonces, ¿dónde queda el gusto?
Deja de ser personal, lo volvemos un reto. Como si para saber de vino nos debería gustar el que dice esa revista, ese blog, ese crítico.
¿En serio necesitamos eso? ¿Por qué no dejarnos llevar?
Hemos tenido la experiencia de conocer gente que cata como si leyera: Fingen que aman ese vino (vemos esa cara de desagrado, no lo nieguen); algunos la disimulan más. ¿Pero qué necesidad, para qué tanto problema?
Empiezan: “este vino tiene una acidez vibrante, con un alto nivel tánico que le da esa redondez de la fruta”. ¿No es más fácil decir “me gusta, lo quiero” que aprenderse las fichas técnicas de memoria?