La mayoría de la cata de vino se trata de gusto; no es buscar la aprobación en su consumo.
La desgracia del vino cae en su snobismo: pensamos que el vino debe ser de una u otra manera.
Bien me decía un amigo que en lugar de catas y fichas técnicas deberíamos decir “y sabe rico” antes del inminente anuncio de las cualidades organolépticas que tiene.
En la copa, los colores no los percibimos iguales: para algunos puede ser más rojo, más cereza, más claro, más obscuro.
En cambio para cuando tomamos una cerveza… ¿cuántos conocen que revisen la corona, el color de la cerveza, los aromas qué en ella encontramos? ¡Nadie! Van, la disfruta y siguen su vida: lo mismo podemos aplicar con un vino.
Los aromas tienen una referencia única de acuerdo a las vivencias que poco a poco se van llenando en nuestro entorno: hablar de chiles secos no es lo mismo en México que Argentina o en España.
El afamado regaliz: ¿lo conocen? ¿Saben cuál es? ¿Dónde se compra, a qué sabe, sus aromas?
¿Sotobosque? ¿De qué parte del mundo? ¿En la mañana, después de la lluvia, con rocío?
Todo vino que tomamos es una pieza de arte que va adornando el interior de nuestra vida como una forma complementaria de las experiencias que durante la existencia vamos llenando.
Un divertido ejemplo de ello fue en una clase: el vino tenía aromas a pan tostado, compotas de frutos rojos y a café; el desayuno perfecto.